lunes, 25 de febrero de 2008

La costilla de Adán (6). Cambio de planes

- ¿Sabes, Fran? -me decía mientras cruzaba lánguidamente las piernas y lánguidamente saboreaba su martini con vodka, mezclado y agitado- Estoy cansada de convertir a mis exmaridos en cuentas corrientes.

- ...

- Voy a dedicarme al mundo del arte -sentenció, mientras descruzaba estudiadamente las piernas y estudiadamente posaba el martini sobre la mesa, para clavar su mirada felina en los acorralados ojos del Barón Von Thyeso.

Cara a cara. El enterramiento en urnas

Hoy se celebra (es un decir) el primer debate electoral entre los principales candidatos a la presidencia del gobierno. He de reconocer que este tipo de diálogos me provoca un aburrimiento infinito y renovables bostezos; pero su repercusión mediática me interesa como síntoma.

Más que al escepticismo, la idiosincrasia (¿o idiosingracia?) de la política española me lleva a un estado de inagotable perplejidad, cuando no al desaliento o al pavor. No quiero abordar cuestiones graves como la partitocracia, la difusa (o quizá es desleída) separación de poderes, la discriminación de los partidos minoritarios no nacionalistas por vía de una lamentable ley electoral, y tantas otras calamidades del estilo. Sí recordaré la ingenuidad (o acaso es astucia y picardía) de aquellos que invalidan sumarísimamente toda crítica de amplio espectro a nuestro sistema con el "argumento" de que, a fin de cuentas, se trata de una democracia. Habría que recordarles (si esto sirviera para algo: de sobra sé que son incorregibles) que no hay democracias ni dictaduras puras: la "democraticidad" y la "dictadureza" son polos ideales respecto a los que los sistemas realmente existentes se encuentran más o menos cercanos o alejados [1].

Pero no quiero distraerme de mi tema -advertencia: las personas que nunca pierden el hilo son temibles-. Mis perplejidades del día son otras. Me preocupa la cuestión de las campañas electorales. En este ámbito, nuestra cultura democrática alcanza sus cotas más gloriosas de desvergüenza y desvarío.

No quiero hacer chanza -aunque bien que me tienta- sobre los lemas del PP y del PSOE ("Vota con todas tus fuerzas", "Con cabeza y con corazón", etc.), sobre la mirada medusea de Zapatero y la sonrisa de mueca de Rajoy estampadas en los carteles o las peripecias del muñeco "Llamazitos", o como se llame, que rula por internet. Demasiado fácil. Pero sí me encantaría que me lo aclararan, si es tienen una respuesta: ¿para qué coño sirve una campaña electoral (descartada la nada desdeñable posibilidad de exaltarse indecorosamente ante el favorito y vituperar sangrientamente al adversario. El ultraísmo político.) ?

Porque: tras cuatro años de gobierno, uno ha tenido ocasiones suficientes para conocer las líneas políticas del partido gobernante y de los partidos de la oposición. Poco añadirá una campaña electoral histriónica y bullanguera, de promesas pantagruélicas y no vinculantes, donde además hasta el más chato acaba como Pinocho (o tal vez como aquel hombre a una nariz pegado). Disparate es grande que alguien vaya a votar sin haber prestado atención a lo que en su país pasó durante cuatro largos años (los años electorales son, contra todas las reglas de la lógica, infinitamente más largos que los que principian y concluyen con nuestro cumpleaños o con la indigestión de uvas); pero, si tal caso se diera (y vive Dios que se da), no parecen los milimetrados y bien ataditos debates entre dos candidatos la más fiable y limpia fuente de información. No digamos los mítines, ese inenarrable horror.

Uno diría que los políticos nos toman por tontos si uno no supiera que, efectivamente, hacen bien en tomarnos por lo que somos: tontos. ¿Qué se puede esperar de un electorado que cambia su intención de voto en virtud de un despiste de Zapatero o un chascarrillo de Rajoy? ¿Qué esperar de una cuidadanía que ignora los conceptos políticos más elementales (hagan la prueba charlando con sus vecinos, en un taxi o en la barra de un bar y asústense) [2]? ¿Qué de un pueblo que ha robado la venda a la Justicia para colocársela voluntariamente sobre los ojos y ante las urnas?

And yet, and yet... Haciendo justicia a la impertinencia de Borges, que la consideraba "ese curioso abuso de la estadística", nuestra "democracia" continúa su andadura, imparable. Reconozco mi error de enfoque. Los políticos tienen razón: estos debates son pertinentes. ¿Dónde podríamos encontrarnos mejor -y descubrir que no nos preocupa encontrarnos- con nuestra consentida ceguera política, al fin sin vendas y cara a cara?

***

[1] Escuchando los panegíricos a las "democracias" y los vituperios a las "dictaduras", uno se siente en aquel mundo que cartografiara Sánchez Ferlosio: Cada vez más, mirándolos a la luz que discrimina los buenos y los malos, se diría que los hombres habitan un crudo planeta sin atmósfera; tan tajante es la raya, tan intenso el gradiente en que se parten la sombra y el sol.

[2] Por no hablar del "voto ciego" (esto es: la confianza ciega en los dicterios de "tu" partido). Aún recuerdo una discusión que tuve con unos conocidos que habían votado en el referendum para la Constitución europea. Yo sostenía que votar sin haberla siquiera leído era un completo disparate. Ellos replicaban que yo era un elitista y un exquisito (sic).

miércoles, 20 de febrero de 2008

Exegi monumentum (Orgullo de poeta)

He concluido una obra más durable que el bronce,
y más alta que el túmulo real de las pirámides;
no podrán derruirla la ávida tormenta
ni el furioso Aquilón, ni la serie infinita
de los años, el tiempo que se fuga, veloz.

Horacio. (Odas, 3, XXX)


Emily Dickinson, pasados dos milenios:


De Bronce - y Fuego -
El Norte - esta Noche -
Tan adecuado - se mantiene -
Tan concertado consigo mismo -
Tan distante - a las alarmas -
Una indiferencia tan soberana
Al universo, o a mí -
Infecta mi espíritu sencillo
Con Tintes de Majestad -
Hasta que adopto actitudes más vastas -
Y me pavoneo sobre mi tallo -
Desdeñando Hombres y Oxígeno
Por su Arrogancia -

Mis Esplendores son Fieras enjauladas -
Pero su incomparable espectáculo
Deleitará a los Siglos
Cuando yo, ida ya hace tiempo,
Sea una isla en la mancillada Hierba -
A la que nadie salvo los Escarabajos - conoce.

martes, 19 de febrero de 2008

Momentos musicales

Lo que siempre me ha gustado del hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panal de abejas o la concha de un caracol.

Recordé este apunte de Lichtenberg el pasado fin de semana mientras escuchaba un recital del pianista Grigori Sokolov. Como el genérico ser humano de Lichtenberg, Sokolov está capacitado para las empresas más grandiosas y las sutilezas más delicadas.

Confesaré que siento debilidad por este pianista. Hay algo acuático en su arte: no un océano en calma, sino un mar antártico atravesado por gigantescos bloques de hielo brillantes, afilados. O es quizá como esas grutas erizadas de estalagmitas y estalactitas formadas por el moroso e incesante goteo del agua. Imágenes que no dan idea del absoluto control de las dinámicas, la riqueza de la coloratura, la sobriedad y la precisión del pedal, el dominio a vista de águila del conjunto y los detalles más recónditos de la obra. Matemática y arte: un geómetra de la poesía pianística.

En perfecta consonancia con su música, su mera presencia física resulta ya impactante: un cuerpo y un rostro anfractuosos, sombríos, cortantes, rotundos. Gestos al tiempo poderosos y contenidos: con algo de la violencia y la belleza muda, concentrada y al acecho de los felinos. Al verlo, al escucharlo, resulta imposible no pensar en la terribilità de las tempestades de Miguel Ángel: corporeidades delicadas y grandiosas que parecen compendiar en sus miembros retorcidos y en sus multicolores atavíos toda la fuerza de la creación. Sokolov tiene, en suma, personalidad y encanto: atributos ante los que la admiración puede permitirse prescindir de justificaciones.


En esta ocasión, interpretaba en Sevilla las sonatas sonatas KV 280 y KV 332 de Mozart y los Preludios op. 28 de Chopin (a los que generosamente añadió ocho "propinas"). La interpretación, magistral, fue una muestra más de la polivalencia del artista ruso.

Pero no quiero centrarme en los aspectos musicales del recital. Es el público lo que me interesa.

Incontables son las penalidades que un aficionado al teatro o la música [habrá otra ocasión para hablar de las heroicas penalidades del cinéfilo] debe padecer para disfrutar de su afición (un disfrute que, como se verá, no puede ser sino masoquista).

Empecemos por los olores. En la víspera de un concierto, parece apoderarse del público un perverso frenesí escanciador. ¿Qué desvarío mental lleva a pensar a los asistentes de un concierto que deben perfumarse como si fueran a encontrarse en una cochiquera? La aritmética de los olores no engaña: sumen los efluvios de dos millares de asistentes progresivamente caldeados y sudorosos. El resultado: una sala de conciertos convertida en perfumada y mareante pocilga.

No debemos olvidar los comentarios de los descansos (pueden escucharse incluso durante la propia ejecución de las obras). ¿Por qué esa costumbre no ya de intercambiar sino de gritar, para que bien se escuchen, juicios estéticos -por lo demás, absolutamente prescindibles y banales- que resulta imposible escuchar sin condescendencia?

Mucho más sangrante es, sin embargo, el asunto de los ruiditos. Supongo que habrás advertido, lector, que basta con que se apaguen las luces y se haga el silencio en cualquier teatro o sala de conciertos para que los espectadores allí reunidos se conviertan, por razones para mí inexplicables y sin duda inquietantes, en pacientes de un pabellón de tísicos. Hete aquí las toses estentóreas y los brutales carraspeos del caballero, hete allá los licuados sorbos de nariz de la señora. Un reflejo pauloviano que transforma a individuos civilizados en irritantes generadores de flemas incontinentes y mucosidades emergentes.

Confieso que pasé buena parte de este último recital enervado por tres presuntos pianistas jovencitos que, a mi izquierda, comentaban -cual periodistas deportivos- las proezas del virtuoso.

- ¡Dadme una valeriana, que me va a dar un infarto!- rebuznaba, incansable, uno de ellos.

No menos pavorosa era la aternativa de mi derecha, donde una ancianita con el pelo brutalmente cardado secundaba con espasmódicas inclinaciones y elevaciones de cabeza los fortissimi de Sokolov. Lo aterrador del asunto es que, en las pausas entre sus contoneos, podía yo advertir cómo se le caía la moquilla por uno de sus orificios nasales. Cierto es que ella no parecía tener pudor en sorberse; pero tenía yo la inquietud de que, al no controlar del todo sus violentos bamboleos -no tenía edad la señora para tales efusiones-, me pusiera perdido en uno de sus azarosos contoneos laterales.

Inverosímilmente, esto no fue todo. A la ristra habitual de toses y expectoraciones, se añadieron en esta ocasión toda una antología de ruidos: envoltorios de caramelitos, exploraciones de bolsos, crujidos de butacas, taconeos y -agárrate, lector- tintineo de monedas desparramadas por el suelo, quizá de un aparcacoches despistado y melómano [raro me resultó que, en Sevilla, el público no se lanzara al suelo, arañándose o mordiéndose para hacerse con el modesto botín]. Teniendo en cuenta la elevada edad media del público asistente [¿por qué la inmensa mayoría de los acontecimientos culturales "clásicos" se han convertido en francachelas geriátricas?] y sus bamboleantes costumbres, fantaseé -en un momento de rencorosa ensoñación- con la posibilidad de que los molestos y extraños ruidos pudieran pertenecer a desprendimientos y caídas de postizas dentaduras y piernas ortopédicas.

Y sin embargo, ¡oh sin embargo!, las zozobras de este evento musicoexpectorativo no han logrado destruir mi convicción de que "la vida, sin música, sería un error", de que nuestros quehaceres cotidianos (los trabajos y los días del hombre, sus enfrentamientos y fidelidades, sus pasiones, sus renuncias, el odio que nos consume y el amor que nos enaltece) no son sino conmovedores intentos de "mantenernos en la vida cuando la música ha cesado"; la convicción de que la música, en suma, es capaz de amansar incluso a fieras como quien ahora al fin calla y con ella al fin os deja.

jueves, 14 de febrero de 2008

Terapia

En mi instituto, donde los chicos enferman a diario, donde hay que llamar constantemente a los padres para que vengan a llevárselos a casa, hoy no he visto asomarse a ninguno por la sala de profesores. Nunca nuestro improvisado sanatorio estuvo tan desierto. Como el dolor agudo que esconde los pequeños achaques consuetudinarios, el amor es -agradezcámosle eso al menos- esa preocupación, esa enfermedad que ataja las asechanzas de todas las demás.

miércoles, 6 de febrero de 2008

El último batallón

En el irrecuperable pasado, los profesores de instituto habían sido esos alumnos respetuosos, aplicados y estudiosos, algo indolentes, amantes de la tranquilidad y los placeres serenos que llegaron a sus puestos de trabajo con la convicción de arribar a un puerto benigno donde la mercancía de sus conocimientos sería recibida con ilusión; llegaban también -justo es recordarlo- con la mirada puesta en el apetecible horizonte de unas largas vacaciones donde gastar los beneficios honradamente conseguidos.

Pero esta singladura sólo era posible en un orbe donde el conocimiento aún era respetado.

A la sombra, los maestros esperaban su turno: en otro tiempo habían sido esos alumnos con escasas luces, rencorosos con los "empollones", astutamente trepas y con una ambición política desmesurada que comprendieron pronto que su poder no es el saber y planificaron hacerse con el poder a secas. Con la perseverancia del vengativo, se hicieron con las antiguas fortalezas políticas (las directivas y los cargos sindicales y políticos) y levantaron otras nuevas (APAS, departamentos de orientación y pedagogía). Manejando los hilos del "politiqueo", ocuparon también las facultades "blandas" (quién ignora que el acceso a la docencia universitaria es cualquier cosa menos meritocrático).

¡Lo que les esperaba a los profesores! Atenazados por la cuádruple pinza del rencor maestril, sindical, psicopedagógico y universitario, habían quedado vendidos en tierra de nadie. ¿Reaccionaron? Claro que no. Ellos estaban hechos de otra pasta: detestaban la sangre, fajarse en la batalla cuerpo a cuerpo: ¡ellos eran ilustrados! ¿Acaso no se disolverían las sombras cuando la sociedad se estrellara contra los muros del corazón de la tiniebla? Pero los profesores habían subestimado la fuerza del rencor que tantos padres y maestros (Iagos escondidos tras sus máscaras de directivos, pedagogos y políticos) habían acumulado contra ellos durante décadas. Los más viles no tardaron en repetir el beso infame de Iscariote. Casi todos acabaron cediendo, ignorantes de que la cesión ante los airados nunca calma el rencor: sólo lo enardece. Hoy se sienten incapaces de recuperar el terreno perdido: se han rendido.

Sólo unos cuantos -se dice que son trescientos- resisten aún. Irreductibles, estragados, mantienen firmes sus mermadas filas, conscientes de la derrota "pero nunca en doma". A veces, una ligera brisa hace crujir y ondear sus parcheados estandartes. Entonces sus mandíbulas y puños apretados se relajan un instante y ríen juntos. En esos momentos luminosos, incluso la victoria parece posible.

Ni ellos mismos saben cuánto depende de que ese último batallón no rompa filas jamás.

Carnaval ("El humor será la religión del siglo XXI". Palabra de Dios)

martes, 5 de febrero de 2008

Lo que teme la razón el fervor lo grita

Para conocer la injusticia del mundo basta sólo un poco de experiencia; para aceptarla sin amargura se necesita casi la suma de toda la sabiduría humana.

William Maxwell. La hoja plegada.


Si la cabeza cortada, que, como una piedra más, rueda hacia el mar por la empinada ladera pedregosa, acelerándose en rebotes cada vez más largos, pudiese, antes de ahogar su voz en el fragor y en la espuma de las olas que han de estrellarla contra el acantilado, gritar el nombre de la amada, no cabe duda de que lo gritaría, sin hacerse cuestión de la inutilidad de malgastar así su aliento postrimero.

Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.